sábado, 18 de julio de 2009

LA PRIMERA VEZ QUE TOQUE UNA TETA (primera parte)



(Texto de Charly Esperanza publicado en el fanzine KAÓTICA en la edición de agosto del 2005)

Los recuerdos de la adolescencia aparecieron una noche en el momento en que me daba cuenta que las canas crecían imparablemente en mi cabeza.
Particularmente siempre detesté el colegio secundario, esa sensación de encerrarse entre cuatro paredes para tragar todo aquello que nunca me serviría en la vida práctica era algo que siempre odié. Jamás necesité de un compás o semicírculo para hacer una mezcla, ni tampoco necesité saber el verbo y el predicado de la frase “la puta que te parió, larga el celular cuando manejas”.
En fin, lo que si disfruté mucho fueron todas esas horas de vagancia fuera del ámbito escolar. Todas las novedades, el descubrir alternativas, la experimentación, toman de sorpresa a cualquiera en la adolescencia y elevan la adrenalina al máximo. Y así, navegando entre recuerdos llegué al momento de la primera vez que toque una teta.
Recuerdo que no tener contacto íntimo físico con el sexo femenino era una situación que me exasperaba a los 15 años. Dentro del barrio, en mi grupo de amigos o junta, la mayoría estaba cruzando la línea marcada por el debut sexual mientras se mofaban de los rezagados inexpertos que éramos cada vez menos. Como si fuera una recreación del juego de la pelota quemada, donde dos bandos se enfrentan cara a cara arrojándose un balón y el jugador que es alcanzado debe pasarse a las filas contrarias disminuyendo las posibilidades de triunfo de su primer equipo. Tal cual. En el bando de los afortunados que ya habían encerado el bastón eran cada vez más, mientras que en el dream team de los virgos íbamos quedando pocos. La desesperación se adueñó de mí el día que me di cuenta de que los únicos virgos del grupo éramos; el tito, un tartamudo cubierto de acné que se comía los mocos frente a cualquier piba; el poroto, el gordito del barrio ( si no hay un gordo no existe grupo de amigos) que se andaba manoseando con la lola (la gordita del barrio, también siempre hay una) con posibilidades de una pronta concreción sexual, lo que me perturbaba aún más, la felicidad de los demás me producía infelicidad personal; y yo, el bicho raro que quería escuchar nirvana en las fiestas de cumpleaños donde todos deliraban con Daniela Mercury y los lentos (aclaración para los frenéticos electrónicos que solo saben de after hours y no conocen de música lenta en las fiestas: los lentos eran las baladas que se bailaban de manera apretada con el sexo opuesto y marcaban los momentos precisos para avanzar).
La sangre me hervía (¿o era la leche que tenía?) y eso que en aquellos años, principios de la década del 90, no existían las tentaciones actuales. Internet era una palabra que se relacionaba más con una nueva variedad de fernet que con avances tecnológicos y la pornografía que nos regalan las páginas web. Los canales codificados que hoy acostumbran a nuestros ojos a ver toda realidad entrecortada como si fueran las interferencias de las rayas que parten al medio la pantalla, aún no hacían su flamante aparición en la grilla del cable local. El único soporte gráfico que estimulaba un poco mi imaginación provenía de las cartillas de venta domiciliaria de productos femeninos, del estilo avon o cualquier otra marca de porquería, que en su interior contenía un par de páginas con las novedades en las prendas de lencería. Páginas que al toque quedaban pegoteadas recayendo la culpa, luego, al derramo accidental de algún yogurt o producto lácteo. En cierto sentido era la verdad.
La dramática situación sobredimensionada por mi mentalidad de pendejo de no querer quedar fuera del círculo más la condensación hormonal que sacudía frenéticamente mi muñeca derecha (la izquierda fue, es y será la boba) me obligaron a tomar decisiones alborotadas ... (continuará) ...

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